Un grito angustiado

La noche no era obscura, tampoco solitaria. Era una noche como cualquier otra en la ciudad de México: tráfico, pitidos de coches, luces de locales por apagarse y otras recién encendidas.

Larissa transitaba del brazo de Juan, esperando que por fin éste le diera un beso.
En otra parte de la acera un San Bernardo era paseado por un anciano de canas en el bigote y calva debajo del sombrero.

En el metro se amontonaba la gente y Rosaura era manoseada por un tipo maloliente y atrevido.

¿Qué debería hacer Rosaura? ¿Girarse y darle una bofetada al fulano? ¿Dejar que el acto pasase desapercibido? ¿Lanzar un grito de angustia al notar la persistencia de esa mano en un lugar tan íntimo?

¿Qué se supone que una mujer debiese hacer en esos casos? ¿Qué debe hacer uno como observador? Las preguntas revoloteando inteligibles, sin valor aparente, sobre mi mente.
Mientras tanto Rosaura seguía allí, postrada en el vagón del metro. Sin saber qué hacer: Bajó en la siguiente estación.

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