Desahogo de pruebas.

Fotografía por: Roger Navarro

Hace algún tiempo escuché que la mejor manera de conocer un hombre es por cómo escribe, más que por lo que habla.

Hace algún tiempo dejé unos cuantos murciélagos volar alrededor de mi revuelto estómago por un joven de cabellos largos y curvos; mirada distraída, labios solemnes y sonrisas francas.

Hace aún más tiempo me dejé enamorar por un chico de dedos largos, lentes y cabellos alborotados.

Hace dos inviernos y más me dejé seducir por el hombre de palabras confusas, sonrisa de idiota, problemas de dicción, anteojos, indudablemente inteligente y patán como el que más. 

¿Para qué hacer este recuento de los daños?, ¿Para qué compartir contigo, estimado e imaginario, lector este mal que me aqueja una vez al mes, cuando las hormonas se confunden con nostalgia? y para ser franca... no lo sé.


Al hablar de este hombre, del hombre, el  único  hombre que me ha hecho escribirle innumerables notas, cuantificadas entradas en este blog es desgarrador.

No me desgarra el hecho de llorar frente al monitor después de haber leído alguna de sus palabras, sus propias entradas (porque sí, el hombre también escribe (esporádicamente) en su blog): No, pues eso no tiene ningún mérito.

No me desgarra por dentro saber que le sigo pensando y deseando, quizás más por mera vanidad que por lo que a muchos les gusta llamar amor.

Tampoco es desgarrador el que por más que me devane los sesos buscando argumentos mínimamente coherentes y creíbles para quererle, pensarle o seguirle escribiendo siga encontrando un vacío inquietante. 

Lo que de verdad hiere y duele es el saber que al final de todas mis lágrimas, palabras, chistes y ofensas... él simplemente seguirá con esa pose de macho alfa que solamente funciona con alguien tan inhabilitada mentalmente para caer. Saber que soy tan débil ante él, ante mí... ante todos.

Y me confieso a gusto con mi papel de víctima, me siento incómoda siendo inquisidor, es como si el  papel de cachorro herido fuera cálido. No para buscar consuelo en otros oídos, ni para vanagloriarme de santa ante desconocidos.

Me gusta porque no lastimo pero a la vez tampoco importo.

Después de unos años, para él sólo soy  la única Knieves y, quizás, también la única mentalmente desorientada que le llore a media noche.

Después de algunos años u horas, tal vez yo misma me encuentre releyendo estas palabras y, avergonzada por mi inmadurez, me decida a borrarla.

Comentarios

Entradas populares